Cierto día soleado me dirigía hacia mi centro de trabajo (que dicho así parece que soy alguien importante, pero no, trabajaba en un local de comida rápida). Como iba con tiempo caminaba sin aligerar demasiado el paso, deteniéndome en cada escaparate. Es decir, caminaba sonriente y feliz, ajena a lo que me iba a pasar.
Pues eso, yo caminaba tan alegremente cuando de repente se dirigió a mí un señor mayor, corpulento y con cara de pocos amigos y no sé por qué me arreó tal codazo que casi me tiró al suelo. Petrificada. Afásica. Anonadada. Impasible. Vamos, lo que se dice vulgarmente, me quedé con cara de gilipollas.
Me quedé sin saber muy bien qué decir. ¿Qué le hubiera dicho desde mi metro y medio de altura? "Oye, tú, pedazo cabrón, ven aquí si te atreves". Porque cuando todo el mundo es más alto que tú tienes que ir con mucho cuidado por la vida. Ver la vida desde pocos centímetros del suelo es muy peligroso a veces. Nunca sabes si alguien te va a partir los dientes, pero sabes que pueden hacerlo.
Pocas veces en mi vida me hicieron sentir tan impotente. ¿Con qué derecho se cree con venir a pegarme? Aunque a veces sospecho que podría ser un cliente habitual de la hamburguesería donde trabajaba y que en alguna ocasión se me olvidara darle servilletas, kétchup o quizá le hubiera puesto mal el pedido, y esa fuera la razón por la que me tuviera fichada de ante mano. La gente cuando va a comer una hamburguesa toda cerda y unas patatas fritas es tan exigente como cuando va a comer a un restaurante de tres estrella Michelín a comer esferificaciones de ancas de ranas, a 550 euros el menú.
En fin, nunca sabes por dónde te van a venir las hostias.
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