viernes, 2 de febrero de 2018 |

Cómo graduarse sin morir en el intento


Hoy es 2 de febrero y un día importante, hoy hace un año que terminé la carrera. Recuerdo cómo me enteré, había terminado mi turno en el Burger King y aun con el uniforme buscaba con el móvil cobertura para ver si la nota de Inglés había sido publicada. Y ahí estaba, mi billete de salida.

Han pasado muchas cosas este año, he tomado decisiones difíciles, he pasado malos momentos pero también me han sucedido cosas buenas. Pero lo más importante es que creo que ha sido un año en el que he avanzado como persona. Ayer tuve récord de visitas en el blog. Algunos os pensáis que tener un blog es escribir cuatro bobadas, pero  no, un blog da trabajo. Requiere mucha constancia y al principio no te lee ni tu padre. A partir de ahora a seguir trabajando duro y mejor.


El día de la graduación, por mucho que os joda a algunos, es mucho más importante que el día de tu boda. Porque vamos a ver, ¿qué mérito tiene casarse? Ninguno. Has pillado pareja y estadísticamente tienes muchas posibilidades de gastarte un dineral para acabar divorciándote a los pocos años.
Graduarse significa poner fin a una etapa y que un mundo de oportunidades se abra ante ti, significa haber alcanzado una meta. Pero si terminar la carrera fue una Odisea que ni la de Homero, la graduación no iba a ser menos. Lo que debía ser un día idílico, de alegrías, de reencuentros, de lloros de alegría se convirtió en un día de lo más atropellado.
Ese día estaba asquerosamente organizado que nada podía salir mal. Puse el despertador a las seis de la mañana porque iba a llevarles a las del Departamento de Lengua (estaba de prácticas) el desayuno. Con toda la ilusión del mundo les preparé una cesta con dulces, embutidos, zumos, etc. pero con la ilusión no se me ocurrió que yo soy una enclenque y que tenía que llevar dicha cesta a pulso. Como el instituto abría a las 8 aproveché para ducharme y alisarme el pelo. Casualmente llovía así que el pelo se me mojó y además, ¡menuda sudada! Con tal esfuerzo que hice me temblaban los brazos. Y ahí llegué a casa, despeinada, sudando la gota gorda y con un tembleque en los brazos que parecía que tenía parkinson. Si soy hipermétrope y tengo astigmatismo en un ojo y maquillarme suele ser complicado (porque tengo el feo defecto de no ver de cerca), el tembleque lo dificultó más.

Íbamos la familia al completo, excepto mi sobrina que tenía compromisos más importantes (ese día en el colegio tenía clases de patinaje y de pintura, si hubiera sido de mates...). Fue una sensación rara, había recorrido ese camino infinidad de veces pero nunca acompañada de mii familia. ¿Qué podía salir mal ese día? Pues todo. Todo salió mal.

Para empezar, yo llevaba los únicos tacones que tengo. Ni sé caminar con tacones ni los aguanto, pero como se suele decir, para estar guapa hay que sufrir. Yo como soy previsora llevaba otra ropa en el maletero, zapatos planos y vaqueros (no soporto las medias, pero había que ir mona y con vestido). Pues resulta que al llegar no había sitio para aparcar, dimos varios rodeos alrededor del campus y ni un solo hueco libre. Mis padres tomaron la decisión drástica de soltarnos allí a mi hermana y a mí para que yo llegara puntual ya que los egresados debíamos llegar una hora antes. Yo le hice la encerrona a mi hermana: le solté la chaqueta, el bolso y todos los  bártulos que pudiera llevar y me dirigí al salón de actos.

La ceremonia de egresados la igualo a una de esas misas que te obligan a ir los domingos cuando estás a punto de hacer la Comunión. ¡Qué coñazo! Casi dos horas escuchando discursos, de la pena que les da que nos vayamos a emprender nuevos caminos (no te jode, con el dinero que les he dejado). El miedo que yo tenía era ir a recoger el diploma tropezara con los tacones y que ese vídeo quedara grabado para la posteridad. Por suerte, no ocurrió.

Después de tal ceremonia tan emotiva y de cantar todos de pie el Gaudeamus igitur, había un lunch. El gran evento no es la graduación ni que hayamos finalizado una etapa en la vida, el gran evento es que la Facultad se estira. Pero claro, pasa lo que pasa, que te reencuentras con los viejos compañeros y vas al patio a sacarte fotos con unos y con otros. Y total, que cuando te das cuenta tu familia ha arrasado con tu parte del lunch y el de la mitad de los presentes. El plan inicial era irnos al buffet chino a comer, pero dijeron algo así como: "nosotros ya no tenemos hambre". Acabamos en un bar comiendo un pintxo de tortilla.

Pero no, eso no fue lo peor. Lo peor estaba por venir. Mis zapatos planos se habían quedado en el coche y el coche estaba literalmente donde Cristo perdió la chancleta. Para más inri ni se acordaban de dónde lo habían aparcado. Porque, ¿para qué tantas modernidades de guardar la ubicación en el móvil si puedes pasarte la tarde  buscando el coche por una ciudad que no es la tuya en tacones? ¿Para qué?

Por algún milagro de la naturaleza encontramos el coche, y por si acaso, salimos por patas de esa ciudad a la que ya poco me ata. Poco, o quizás nada.

0 comentarios:

Publicar un comentario